¿Dónde están los límites del ser humano?
Desde el descubrimiento del fuego al hallazgo de la penicilina, desde la fabricación del hacha primitiva para matar animales hasta la construcción de las primeras lentes microscópicas o telescópicas que nos llevan ahí donde no podemos llegar. El ser humano ha evolucionado de la mano del conocimiento científico y tecnológico que ha ido adquiriendo durante siglos sin descanso. Pero ¿hasta cuándo? ¿Hasta dónde?¿Dónde están los límites del ser humano? Esa evolución permanente de la especie que desafía incluso a las leyes de la naturaleza perpetuando la vida, por ejemplo, más allá de lo que dicta el orden natural —conectando a un enfermo terminal a una máquina de respiración asistida o simplemente incrementando constantemente la esperanza de vida—, ¿a dónde puede llegar?
Esas y otros cientos de preguntas son las que plantea la exposición +HUMANOS. El futuro de nuestra especie, que se exhibe hasta el próximo abril en el Centro Cultural Contemporáneo de Barcelona (CCCB). La ciencia y el arte se han dado la mano y lanzan una pelota llena de preguntas sin respuesta al tejado del individuo común. En palabras del físico Ricard Solé, profesor de investigación ICREA y asesor científico de la exposición, la muestra recrea la esencia de un centro de investigación y las mismas vicisitudes con las que se encuentran los científicos a diario: muchas preguntas y ninguna, o casi ninguna, respuesta. “Es importante plantear estas preguntas porque ni siquiera desde el territorio científico están respondidas”, apunta Solé. El futuro de la especie todavía está en construcción.
La exposición abre la puerta a cuestionarse si la misma ciencia y la tecnología que han permitido, hasta ahora, la evolución del ser humano hasta posicionarlo en el lugar donde está hoy, puede ser las que acaben con él, o al menos, con su condición humana tal y como se conoce. El busto de Neil Harbisson, reconocido como el primer ciborg del mundo por llevar implantado una antena que le permite escuchar los colores —es acromatópsico y no puede percibirlos visualmente—, comanda una de las salas de la exposición, como paradigma de la transformación de la condición humana tradicional.
Las prótesis externas para reducir una discapacidad son un gran logro de la biotecnología pero ¿y hacer uso de la tecnología para perfeccionar la especie más allá de fines exclusivamente médicos? El ser humano corre el riesgo de que los mismos elementos —la electrónica, la expansión de la biomedicina y la inteligencia artificial— que lo han elevado a la cumbre del progreso, sean los que lo expulsen de su propio futuro.
Con decenas de obras de más de 50 artistas y algunos proyectos de investigación, la exposición bordea los límites de la especie y el futuro del planeta hasta dibujar realidades futuras plausibles a las que se podría acabar enfrentando el ser humano de seguir con este ritmo de investigación y explotación de los recursos de su entorno. Intervenir en procesos de la naturaleza, como la polinización, para mantenerla viva, rediseñar ecosistemas o modificar el cuerpo genéticamente para adquirir propiedades fotosintéticas de otros seres vivos son, por ejemplo, dos propuestas que ya se gestan en los laboratorios de investigación.
Los proyectos de investigación científica que se presentan en la muestra dan el punto de realismo a las elucubraciones que discurren entre las piezas de arte que los acompañan. El recambio de plasma para limpiar la sangre y evitar que muchos elementos tóxicos fluyan por el cuerpo y provoquen enfermedades, ya es un hecho: se llama plasmaférisis y lo desarrolló la empresa Grífols. La ciencia también está a punto de poder imprimir en 3D células o cartílagos y, en no muchos años, incluso órganos completos, quizás mejorados y con capacidades aumentadas. La posibilidad de ponerse en el cuerpo de otro, también es factible a través de la realidad virtual. Y que un ordenador sea capaz de leer las emociones humanas es ya otra realidad palpable —una empresa ha desarrollado un prototipo para convertir en sonido las emociones a través de las ondas cerebrales monitorizadas en una pantalla—.
La exposición también alcanza las relaciones sociales. Si ya se emplea la informática para interactuar con los demás a través del móvil o para conectar aparatos sexuales remotos y disfrutar con la pareja a distancia, la muestra va un paso más allá y plantea, por ejemplo, las relaciones de los seres humanos con robots u otros entes artificiales. “En 10 años, tendremos robots en casa que no serán inteligentes pero tendrán un pequeño cerebro artificial que podrán almacenar memorias. Pero no tenemos ni idea que implicaciones emocionales podrá tener eso para nosotros y para ellos”, advierte Solé.
La cuestión de si el ser humano se puede quedar obsoleto con respecto a los avances tecnológicos que él mismo ha proyectado planean durante todo el recorrido de la exposición. Más allá de las películas de ciencia ficción que avanzan un complot robótico para acabar con sus creadores humanos, la muestra expone lo que ocurriría si la inteligencia artificial supiera lo que uno quiere antes que uno mismo o simplemente si las capacidades robóticas superasen las humanas.
La exposición acaba exprimiendo las posibilidades del mismo ciclo vital: la vida y la muerte. Niños modificados genéticamente antes de nacer o incluso en el alumbramiento para ser superhumanos, con habilidades especiales para el futuro. O quizás, jugar a la inmortalidad prolongando la vida virtual más allá de la física. Para esta última, he aquí dos ofertas: por un lado, reconvertir el último halo de vida en la energía que carga una batería que se puede reutilizar como vibrador o como cepillo de dientes para mantener su presencia más allá de la muerte. Por otro, una montaña rusa eutanásica para quitar la vida, “con humanidad”, de forma que se someta a los pasajeros a movimientos intensos que los lleven desde la euforia y la emoción hasta la pérdida de conocimiento y la muerte.
La muestra juega, de principio a fin y sin dar respuestas, con los límites de la especie. Para Solé, la línea roja de la investigación pasa por una regla moral sencilla: “Los seres humanos tienen que tener la posibilidad de elegir libremente dónde están los límites y los demás no podemos imponer nuestra forma de ver qué es lo mejor”. Como científico señala que la ciencia sabe gestionar esas líneas rojas de la ética, el problema está en “las aplicaciones”. “Los científicos somos bastante conscientes de los límites éticos pero cuando sale de nuestro territorio hace el terreno de la economía, es donde pierde”, apunta. Con todo, propone: “En la medida en que nuestra capacidad de toma de decisiones no quede en manos de unos pocos, sino que quede en manos de la sociedad, puede ser perfectamente buena esta evolución para seguir mejorándonos como humanos para tener una vida en condiciones”.
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